¿Por qué políticas de educación desde los jóvenes?

Durante mucho tiempo los procesos de planeación estratégica gubernamental sobre los grandes temas de incidencia en política pública, como son la educación, la salud, la cultura, el trabajo, etc., se enfocaron de manera general —a pesar, incluso, de tener ingentes volúmenes de información estadística sobre el sector o la población— en incrementar los niveles educativos de los jóvenes, abatir las tasas de morbimortalidad infantil, promocionar la cultura nacional en el extranjero, crear empleos, etc.; pero pocas veces se piensa, al diseñar estas líneas programáticas, en la aplicabilidad e instrumentación de la política, tarea que se traslada a quienes en la escala más operativa tienen que llevar a la práctica esas líneas, quienes buscan “adecuar”, en el mejor de los casos, según la población objetivo de que se trate.

Gracias a esto hemos visto cómo se han reproducido por años esos abismos entre quienes diseñan las políticas y quienes las aplican; varias advertencias se hicieron sobre la importancia que tiene la conexión completa entre el planeador y la street bureaucracy (Brodkin, 2002), de tal manera que por más imprescindibles y bien planeadas que sean las políticas de salud, si los médicos y las enfermeras que atienden no las comprenden y mucho menos las asumen, ese diseño no servirá; lo mismo pasa con las políticas de seguridad y los policías, o las de educación y los profesores. La innovación en la gestión pública, si no llega al nivel de la street bureaucracy, el impacto, la renovación y el recambio en las formas de instrumentación, seguirán siendo los históricos.

Uno de los aspectos que complican esta conexión es, precisamente, esa falta de sujeto en el diseño de las políticas: nunca ha quedado claro a quién o a quiénes se refieren los objetivos y las metas por alcanzar, cuando nombramos a “la juventud” como la población objetivo; en esto nos han dado una gran lección las mujeres, al hacernos comprender (todavía no a todos, por desgracia) que no es lo mismo diseñar políticas de empleo para mujeres y para hombres; o políticas de salud, o de educación. El enfoque de género permitió abrir la posibilidad de lograr impactos más pertinentes y equitativos en el diseño programático. Algo similar pasó con los temas de etnicidad, que han marcado los últimos 10 años, haciendo visible un reto que no únicamente tiene que ver con ciertas regiones rurales del país, sino que atraviesa varias zonas territoriales (urbanas y fronterizas, por ejemplo) y diversas temáticas como educación, trabajo y cultura.

Esta perspectiva, llamada “subjetiva” (Tedesco, 2008) de las políticas públicas no ha tenido la misma suerte en lo que respecta al sector juvenil, pues en la mayoría de los casos se sigue pensando en los jóvenes como una masa uniforme y pasiva, a la que “hay que darle” educación, cultura, salud y trabajo, y a la que hay que “integrar” a la sociedad; lo cual, combinado con la importancia secundaria en que se han colocado las escasas estrategias de políticas públicas en juventud, ha generado un cuerpo muy light de acciones en su beneficio: conciertos de música, concursos de oratoria o sentimentales (como el de Carta a mis Padres), bailes de 15 años, ferias del empleo y los infaltables torneos deportivos, que no es que sean inadecuados en sí mismos, sino que siendo un vehículo, se convierten en el fin de las acciones institucionales.

En paralelo, la única política que verdaderamente impacta en el desarrollo de los jóvenes, y que a pesar de todo ha conservado una preocupación permanente en el actuar de los gobiernos, aunque pocas veces se ha visto desde la perspectiva juvenil, pues predomina en su enfoque la mirada adulta, son las políticas educativas. De ahí la pregunta que inicia este capítulo, pues pareciera que es “natural” que las políticas de educación sean “para jóvenes”, aunque pocas veces se piense en ellos al momento de diseñarlas e instrumentarlas.

Si uno pasa revista a los planes nacionales (o estatales) de educación, o a los diversos programas educativos que se desarrollan para las múltiples modalidades de los niveles escolares, el tema queda subsumido con un concepto que las más de las veces “oculta” la diversidad que contiene: el alumnado. Primero porque su lugar empieza y acaba en la escuela; segundo porque parece que el o la joven que llegan como alumnos, al momento de pasar el dintel escolar, se despojan de esa “piel” que se llama condición juvenil y sus concomitantes: hijo, trabajador, ciudadano… sujeto. En el salón se homogeneiza (o se intenta homogeneizar, porque los docentes saben que no se logra del todo) aquello que los define y les da identidad: la amistad, la música, sus habilidades, expectativas y gustos, el vestido o “la facha” o lo que académicamente se llama “el estilo” (Feixa, 1998).

Por lo tanto, pensar de manera diferente la política educativa del siglo XXI tiene que partir de una apuesta distinta del sistema escolar en sus contenidos, en sus pedagogías, en la infraestructura física que se edifique, renueve o transforme, en sus relaciones de poder, sus instrumentos, herramientas, datos, información, procesos y demás elementos; pero sobre todo, implica tomar en cuenta quiénes serán los sujetos centrales de dicho proceso: esos niños y jóvenes, que serán la población donde la relación enseñanza-aprendizaje se produzca (que nunca es unidireccional), que no son iguales a los niños y jóvenes de hace 10 o 20 años y a veces ni siquiera serán los mismos de un año a otro. Por ello es necesario erradicar la idea de que, aunque los contextos cambien, estos jóvenes serán los mismos independientemente del año en que hayan nacido y las condiciones estructurales y culturales donde hayan crecido.