Panorama del financiamiento público

La política vigente de financiamiento público a la educación, la ciencia, la tecnología, la innovación y la cultura (ECTIC) está sustentada, en lo fundamental, en los siguientes instrumentos jurídicos2 (ver anexo 1):

  Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, artículos 3, 73 y 74.

  Ley General de Educación, artículos 13, 15, 17 y 25.

  Ley para la Coordinación de la Educación Superior, artículos 21, 22, 23, 24, 25, 26 y 27.

  Ley de Coordinación Fiscal, artículos 25 y 26.

  Ley de Ciencia y Tecnología, artículo 9 bis.

  Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria, artículos 17, 18, 21, 24 y 25.

Con fundamento en las disposiciones constitucionales que facultan al Estado mexicano para organizar un sistema de planeación democrática del desarrollo nacional (artículo 26) y establecen el derecho de todos los mexicanos a la educación (artículo 3o.), la estructura y el funcionamiento del sistema educativo nacional, se basan en la responsabilidad del Estado de impartir, de manera obligatoria, la educación preescolar, primaria, secundaria y media superior, así como de “promover y atender” “todos los tipos y modalidades educativos —incluyendo la educación inicial y la educación superior”; de “apoyar la investigación científica y tecnológica”, “y alentar el fortalecimiento y difusión de la cultura”.

La Constitución General de la República le confiere al Estado la preminencia en los procesos de transmisión, generación y divulgación del conocimiento y la cultura, lo cual se expresa en el marco que rige los procesos de planeación, regulación y financiamiento de la educación, la ciencia, la tecnología y la cultura. La información oficial3 muestra que 78.3% del gasto que se realiza en el sistema educativo nacional —del orden de 975 723 millones de pesos— corresponde a los tres órdenes de gobierno y solo 21.7% a los particulares. Y sin embargo, México enfrenta el reto de construir una política nacional de financiamiento del sistema educativo, de la ciencia, la tecnología, la innovación y la cultura, que articule de una manera eficiente cada uno de dichos componentes.

Lo que opera en la realidad son esquemas e instrumentos de financiamiento desarticulados y atomizados, tanto a nivel federal y estatal, creados en función de criterios políticos y económicos, generalmente en respuesta a visiones cortoplacistas o en reacción a situaciones coyunturales.

Esto se expresa en una desconexión de los objetivos y metas nacionales en materia de educación, ciencia, tecnología, innovación y cultura (en adelante ECTIC) con los recursos e instrumentos financieros que aseguren su cumplimiento. Tal situación se reproduce a nivel de cada entidad federativa.

Las normas y lineamientos que rigen el financiamiento de la ECTIC en México responden a un esquema formal federalista-centralizado. En el periodo 2001-2012 casi 80% del gasto público en educación, ciencia, tecnología, innovación y cultura, tuvo como fuente de financiamiento el presupuesto federal y 20%, los presupuestos de los gobiernos locales. Como resultado del sistema hacendario que rige en el país, la capacidad de gasto de los gobiernos estatales y municipales a dichos rubros está subordinada en gran medida a las transferencias federales (participaciones federales y fondos de aportaciones) establecidas en la Ley de Coordinación Fiscal.

En el caso de la educación básica, 80% de los recursos que se ejercen en este nivel corresponde a los recursos públicos descentralizados a través de los tres fondos de aportaciones federales: Fondo de Aportaciones para Educación Básica (FAEB); Fondo de Aportaciones para Educación Tecnológica y de Adultos (FAETA) y Fondo de Aportaciones Múltiples (FAM), cuya operación está normada a través de la Ley de Coordinación Fiscal. Este esquema, vigente desde 1997, año tras año genera crecientes distorsiones e inequidades que mantienen y, en diversos casos, reproducen las inercias y amplían los rezagos educativos. La asignación de la gran masa de recursos federales y estatales para educación básica en gran medida se realiza de manera inercial, no exenta de presiones y tensiones políticas, al margen de una sólida planeación educativa de mediano y largo plazo. La inexistencia y escasa efectividad de los mecanismos de transparencia y rendición de cuentas de los fondos de aportaciones a la educación básica repercute en una crónica desconexión respecto a objetivos y metas de resultado, como también a recurrentes desviaciones de recursos hacia otros fines.4

El 20% restante de los recursos federales para educación básica corresponde a programas centralizados y operados por la SEPcon diversos objetivos. En los hechos el manejo de estos programas no sólo refleja cambios recurrentes en las prioridades, sino una importante dispersión de recursos, con importantes costos de administración, que se traduce en una menguada capacidad institucional para incidir en el mejoramiento del aprendizaje y la calidad educativa en los centros educativos.

Por su parte, el modelo de financiamiento de la educación media superior se caracteriza por una gran diversidad de esquemas de apoyo en función de la existencia de una multiplicidad de instituciones federales, estatales y modalidades mixtas, que operan en este nivel. Esta situación se expresa también tanto en una crónica indefinición de las obligaciones y criterios de financiamiento por parte de los tres órdenes de gobierno, como en una permanente insuficiencia de recursos para atender las necesidades de operación y mejoramiento de la calidad e inclusión.

En las dos últimas décadas el gobierno federal puso en marcha una estrategia de financiamiento público basado en la operación de fondos de financiamiento extraordinario cuyos recursos benefician a un segmento reducido del universo de instituciones públicas y los montos asignados enfrentan una permanente incertidumbre debido a que no son regularizables, ni existen disposiciones en la legislación mexicana que protejan a programas educativos prioritarios ante ajustes discrecionales en el gasto público durante el ejercicio presupuestario.

La expansión de la matrícula de educación media superior en décadas recientes se realizó sin el correspondiente despliegue de acciones encaminadas al mejoramiento de los niveles de calidad educativa, al no existir una política nacional de planeación y financiamiento para atender con eficacia los elevados niveles de abandono escolar en este nivel, ni los requerimientos mínimos de equipamiento y fortalecimiento de la actividad docente.

En el ámbito de la educación superior, la ciencia, la tecnología y la innovación, el marco jurídico vigente, esencialmente federalista, pero operativamente centralizado, establece los criterios para asignar el financiamiento público y la corresponsabilidad que compete a cada uno de los órdenes de gobierno y a las propias instituciones educativas. Sin embargo, dicho marco resulta obsoleto, limitado e impreciso, provocando el incumplimiento del mandato legal que, en principio, obliga al Estado mexicano a destinar recursos a ciencia y tecnología equivalentes a 1% del PIB; asimismo, genera y reproduce una permanente disputa distributiva del presupuesto como también una marcada incertidumbre que limita los esfuerzos de planeación de mediano y largo plazo de las políticas de educación superior, ciencia, tecnología e innovación, así como de las funciones que deben realizar las propias instituciones educativas y de investigación.

En general las políticas e instrumentos de financiamiento en la práctica operan de manera desarticulada y bajo diversas directrices, lo cual reduce su impacto. En buena medida la asignación y ejercicio de los presupuestos a estas actividades se realiza de manera inercial, con una débil base objetiva; está fuertemente influida por coyunturas económicas y políticas que configuran escenarios de permanente incertidumbre.

En respuesta a la acelerada demanda de estudios de nivel superior, en décadas recientes se registró un notable crecimiento de instituciones que operan bajo un marco institucional de financiamiento y regulación administrativa, marcadamente heterogéneo, que reproduce una oferta educativa altamente diferenciada en su calidad.

El incremento de la matrícula registrado en la última década no se ha visto acompañado de un aumento proporcional de las plazas académicas y de las remuneraciones al personal docente; asimismo, dentro de las IPES prevalece una multiplicidad de criterios que buscan incidir en el mejoramiento del desempeño y la trayectoria del personal académico.

La mayoría de las universidades públicas enfrenta apremios financieros asociados a inequidades en la asignación del subsidio federal y estatal por alumno, como también a pasivos financieros acumulados derivados de la rigidez de los esquemas de pensiones y jubilaciones, y de procesos de lenta renovación de la planta académica.

La posibilidad de lograr incrementos en los recursos se asocia, más que a una planeación de mediano y largo plazo, a los vínculos y la capacidad de negociación de las propias instituciones educativas ante los poderes Ejecutivo y Legislativo en los ámbitos federal y local.

En efecto, la permanente insuficiencia e incertidumbre sobre las asignaciones presupuestarias, federales y estatales, en el subsidio ordinario y en los programas del llamado “subsidio extraordinario” propició la incursión de los rectores y titulares de las universidades públicas e instituciones públicas de educación superior en procesos sistemáticos de gestión, negociación y cabildeo ante los poderes Ejecutivo y Legislativo a nivel federal y estatal. Si bien este esquema ha permitido a las instituciones de educación superior públicas mayores recursos a los propuestos por el Ejecutivo federal, su efectividad, como mecanismo de ampliación de recursos, tiende a mostrar crecientes signos de agotamiento.

Ante las insuficiencias y rigidez del financiamiento federal ordinario que se asigna a las instituciones públicas de educación superior (IPES), en la última década el Ejecutivo federal y el Poder Legislativo crearon una multiplicidad de fondos y programas de carácter “extra­ordinario” (actualmente 15 para educación superior y tres de educación media superior), que buscan compensar los rezagos en diversos rubros que enfrentan las IPES. Sin embargo, su manejo y resultados se han visto limitados tanto por su desconexión de objetivos estratégicos de largo plazo, por la insuficiencia e incertidumbre presupuestaria de dichos fondos —prácticamente ninguno se considera regularizable— como por la atomización de los recursos y su manejo sujeto a numerosas y cambiantes disposiciones normativas para su ejecución.

En el contexto internacional México se ubica entre los países que menor inversión realizan por alumno en educación superior y en ciencia y tecnología, situación que limita la inserción del país en la sociedad y la economía del conocimiento.

En el contexto de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), México es el 15o. país en inversión total —pública y privada— en el sector educativo, y el segundo en cuanto al coeficiente de inversión pública respecto al gasto público total. No obstante, el país ocupa el último lugar en la proporción del gasto público respecto al PIB. Asimismo, en razón de su estructura y dinámica demográfica, México se ubica en los últimos lugares del organismo en cuanto a gasto por alumno en preescolar (31o. lugar); primaria (33o. lugar); media superior (34o. lugar) y superior (29o. lugar).5

En 2012 el gasto federal consolidado en ciencia y tecnología —que suma recursos fiscales y autogenerados por las propias entidades y dependencias— equivale a 0.39% del PIB y el gasto en investigación y desarrollo experimental (GIDE) representa 0.46% del PIB; ambas magnitudes muestran niveles de inversión en la generación de conocimiento incompatibles con el tamaño de la economía mexicana (11a. del mundo);6 no obstante, revelan el grado de dependencia tecnológica de la planta productiva nacional.

En las últimas dos décadas tanto por restricciones presupuestarias, como por el impulso de una política que buscó estimular una mayor participación del sector privado en las actividades de investigación y desarrollo experimental, se instrumentaron esquemas de subsidios indirectos y directos para empresas que invierten en esas actividades. Sin embargo, ambos esquemas se desvirtuaron, arrojando resultados limitados en el desarrollo tecnológico nacional.7

La Cuenta Nacional de Ciencia y Tecnología8 muestra que el gobierno federal aporta 98% del gasto público en ciencia y tecnología y los gobiernos de las entidades federativas únicamente 2%.

Los recursos federales para ciencia, tecnología e innovación se asignan a través de múltiples programas y fondos, en su mayoría con poca conexión entre sí, con las instituciones públicas de educación superior y con los sectores sociales y productivos, lo que se expresa, además, en reducidos impactos en la producción científica y tecnológica del país.

En la actualidad el país enfrenta debilidad en sus haciendas públicas, federal y estatales, para soportar, en el corto plazo, el cumplimiento del artículo 25 de la ley General de Educación que establece la obligación del Estado mexicano de destinar recursos públicos equivalentes, al menos, a 8% del PIB al financiamiento de la educación pública, del cual 1% corresponde a ciencia y tecnología. Tal situación obliga a realizar reformas que fortalezcan el sistema hacendario, tanto por el lado de los ingresos, como de una mayor racionalidad en el manejo de los egresos, redefiniendo las verdaderas prioridades del desarrollo nacional y los instrumentos más adecuados para su impulso.

En el presente documento se plantea la urgencia de concertar y aplicar una política de financiamiento de la ECTIC con visión de Estado9 basada en una estrategia articulada y gradual, que optimice los recursos públicos, seleccione los instrumentos financieros más eficientes y defina con precisión en la ley la corresponsabilidad de los tres órdenes de gobierno tanto en sus aportaciones económicas como en sus resultados.



2 Un análisis más detallado del marco jurídico que rige al sistema educativo nacional, se encuentra en el capítulo correspondiente el presente documento.

3 Poder Ejecutivo federal, VI Informe de Gobierno, 2012, Anexo Estadístico, apartado Igualdad de Oportunidades.

4 Auditoría Superior de la Federación, Informe de la cuenta de la Hacienda Pública Federal 2009, cap. v Gasto Federalizado, v.1. Ramo General 33, Fondo de Aportaciones para la Educación Básica y Normal (FAEB), México, 2010.

5 OCDE, Panorama de la educación 2012, Francia, septiembre de 2012.

6 Banco Mundial, “Indicadores sobre el desarrollo mundial”, Bases de datos, julio de 2011.

7 SHCP, Criterios generales de política económica para 2010.

8 Conacyt, “Informe general del estado de la ciencia y la tecnología 2010”, Cuenta Nacional de Ciencia y Tecnología. Consultado en http://www.conacyt.gob.mx/InformacionCienciayTecnologia/Paginas/SitiosDeInteres.aspx#InformeGe-neralCiencia.

9 La principal característica de una política de Estado consiste, precisamente, en su estabilidad temporal, la cual a su vez se deriva de atributos, como los contemplados por Latapí (2004): i) Que el Estado, a través de sus órdenes de gobierno y sus organismos, se involucre en su propuesta, formulación y aplicación, atendiendo a una visión integral del problema; ii) Que cuente con sustento jurídico (constitucional, legislación secundaria u otra disposición), que evite su dependencia exclusiva de la voluntad del gobierno en turno o, al menos, no sólo del Poder Ejecutivo; iii) Que los grupos ciudadanos afectados por ella, la conozcan y, en términos generales, la acepten y, por lo tanto, contribuyan de manera corresponsable a su cumplimiento; y, iv) Que existan compromisos claros de rendición de cuentas respecto a sus resultados de parte de las autoridades responsables de aplicarla, incluyendo a las propias instituciones educativas.